'Ojitos'
No debí salir, en realidad no lo anhelaba, pero los ruegos y
argumentos de mis amigos me hicieron flaquear y terminé por ceder… Era un
jueves (casi viernes) como cualquier otro, con la única peculiaridad de que en
aquella ocasión coincidía con el llamado Día de Reyes, la partida de rosca fue
el pretexto para reunirnos y culminar el encuentro amistoso -que originalmente sería una reunión
casera- en una intensa farra que se prolongó hasta la
aurora del primer viernes del nuevo año.
Justo seis días antes, mientras deglutía una a una las doce
uvas que cada año se estilan en mi familia como parte de los rituales del año
nuevo, pedí, de entre aquella docena de deseos, que ese año (2011) me llegara el amor. ¡Y vaya que llegó! Más pronto de lo que pensé.
Una insistente llamada a mi celular me despertó al filo de
las 10:00 horas del siete de enero, cuando recobré el sentido de la realidad
-la noche previa había bebido en exceso-, me vi totalmente desnudo en una
desarreglada cama que no era la mía, y por supuesto, entre cuatro paredes
también por mi desconocidas. Unos cuantos minutos bastaron para tratar de
recobrar el sentido y ubicar el lugar en que me hallaba. Era un cuarto de
hotel, en pleno centro histórico de la capital poblana.
No estaba solo, a mi izquierda, otro cuerpo –también desnudo–
respiraba. Perplejo concluí la llamada y traté de hilar los sucesos por mí vividos
en las últimas horas, mi inútil afán fue interrumpido por la voz de la anatomía
que yacía a mi lado y que pronunció: “buen día, eres muy inquieto para dormir, me pateaste y manoteaste toda la noche, pero bueno, como sea...”.
Cual escáner, en instantes repasé aquél cuerpo en el que
segundos después, como poseído y sin razón aparente me perdí una vez más, entre
caricias y besos.
Claro está que al margen del placer, para mí ese encuentro
-ocasional sin duda- no tendría la mayor
relevancia, no pasaría de una aventura sexual, de esas que abundan en la
actualidad y que no trascienden más allá de un “revolcón”. ¡Oh sorpresa! Qué equivocado estaba. Aquel siete de enero habría de nacer aquella relación que
cambió mi vida, que me hizo reír, pero también me hizo llorar. Que me hizo
tocar el cielo, para luego hundirme en el infierno. Que me hizo sentir vivo,
pero también me hizo desear jamás volver a despertar del sueño. Que me hizo
mejor hombre, aunque antes me obligó a desconocerme.
Tres meses bastaron para comprobar que en el mundo a toda
tesis corresponde una antítesis, que la madurez jamás estará dada en función de
la edad y que las palabras, sí las palabras, son eso, PALABRAS.
Puebla, Xalapa, los autobuses ADO, una CR-V de Honda, CAXA,
la CAPU, y el alcohol como común denominador; fueron los elementos esenciales
que encumbraron ese breve pero intenso romance que trastocó lo más recóndito de
lo que todos, cuantos hasta entonces me conocían aseguraban, era un duro e
impenetrable corazón.
Pero si en realidad, como Mario Benedetti sugiere en “La
Tregua”, la felicidad dura apenas unos instantes, estos, yo los viví la tarde-noche del 6 de febrero de 2011, cuando después de una siesta a lado de quien
creí sería el amor de mi vida, contemplé cómo el ocaso caía sobre la Angelópolis. Abrazados el uno al otro, desde el techo de aquel
edificio de cinco pisos, localizado en la avenida Juan de Palafox y Mendoza,
en el primer cuadro de la capital poblana, supe que estaba enamorado y que anhelaba que aquel momento y nosotros, nos
quedáramos ahí, para siempre.
A su lado celebré el único 14 de febrero (mercadológico Día
del amor y la amistad) que he festejado con alguien; como por instinto, los
fines de semana se convirtieron para mí en los días más deseados, los tres días que solíamos pasar
juntos eran insuficientes para conocer Puebla y Veracruz.
De repente, aquel domingo 3 de abril todo cambió… Parecía
haber sido un fin de semana extraordinario, nadamos por la mañana, juntos preparamos
el desayuno para disfrutarlo en el jardín (con Jara y Ollín como invitados), disfrutamos de un par de películas,
salimos a comer fuera, pero la noche, sí la noche, inexplicablemente puso fin a esos
hasta entonces, casi tres meses de convivencia y momentos gratos.
Ya no hubo nada que decir, las palabras se volvieron pesadas
cadenas, un “sé feliz” de mi parte, en la entrada de CAXA, fue la última frase
entre nosotros. Sabía que lo mínimo que me merecía era una explicación, la cual
llegó, sí, diez días después, por un mensaje de texto que se limitó a
confirmar lo que ya era por demás obvio, la relación se había acabado por
decisión unilateral.
Una vez que todo terminó aprendí que el amor duele y duele
mucho, que las decisiones aunque no nos complazcan se respetan y que los
momentos difíciles por duros que sean, son siempre una nueva oportunidad, un
renacer, un espacio para reflexionar y seguir hacia adelante, de frente y con
determinación.
Fue inevitable caer en una crisis existencial, hundirme en
una depresión, llorar y llorar, sufrir y cuestionarme a cada momento el porqué
de lo que me sucedía. Castigo divino, karma, envidias, malas vibras fueron
algunas de las tontas respuestas que momentáneamente yo mismo me daba. Luego, reparaba en
que la vida es un eterno desafío que hay que aprender a sortear.
Al pasar de los días, aquellos que me rodeaban empezaron a
ver en mí a un ser totalmente enrarecido, con desánimo por la fiesta, que puso
punto final a la vida social, que empezó a aborrecer los clichés y que al paso
que iba terminaría por ser un ermitaño. Claro está que quienes sólo se
vinculaban a mí por motivos superfluos se quedaron en el camino; mientras que aquellos
con quienes mis lazos de afecto son genuinos entendieron que yo atravesaba
un proceso de transformación, el cual les fue extraño, pero que en lugar de cuestionar, respetaron y apoyaron.
A tres años de
distancia y libre de rencores, sentimientos mal sanos y deseos negativos hacia
aquel “mal amor”, puedo afirmar que su paso en mi vida fue fugaz pero definitivo.
Y es que me hizo sufrir, sí, pero me despertó del letargo en el que estaba, me
hizo retomar las riendas de mi vida, me enseñó a decir no, me llevó a una profunda
autoreflexión, me conminó a emprender nuevos proyectos personales, me recordó
que antes que nada soy yo; pero sobre todo, me dio una gran lección… soy capaz
de amar.
Donde quiera que estés, sabes que en mi corazón siempre tendrás un lugar especial.