domingo, 30 de marzo de 2014

El ‘mal amor’ que me cambió

'Ojitos'


No debí salir, en realidad no lo anhelaba, pero los ruegos y argumentos de mis amigos me hicieron flaquear y terminé por ceder… Era un jueves (casi viernes) como cualquier otro, con la única peculiaridad de que en aquella ocasión coincidía con el llamado Día de Reyes, la partida de rosca fue el pretexto para reunirnos y culminar el encuentro amistoso -que originalmente sería una reunión casera- en una intensa farra que se prolongó hasta la aurora del primer viernes del nuevo año.

Justo seis días antes, mientras deglutía una a una las doce uvas que cada año se estilan en mi familia como parte de los rituales del año nuevo, pedí, de entre aquella docena de deseos, que ese año (2011) me llegara el amor. ¡Y vaya que llegó! Más pronto de lo que pensé.

Una insistente llamada a mi celular me despertó al filo de las 10:00 horas del siete de enero, cuando recobré el sentido de la realidad -la noche previa había bebido en exceso-, me vi totalmente desnudo en una desarreglada cama que no era la mía, y por supuesto, entre cuatro paredes también por mi desconocidas. Unos cuantos minutos bastaron para tratar de recobrar el sentido y ubicar el lugar en que me hallaba. Era un cuarto de hotel, en pleno centro histórico de la capital poblana.

No estaba solo, a mi izquierda, otro cuerpo –también desnudo– respiraba. Perplejo concluí la llamada y traté de hilar los sucesos por mí vividos en las últimas horas, mi inútil afán fue interrumpido por la voz de la anatomía que yacía a mi lado y que pronunció: “buen día, eres muy inquieto para dormir, me pateaste y manoteaste toda la noche, pero bueno, como sea...”.

Cual escáner, en instantes repasé aquél cuerpo en el que segundos después, como poseído y sin razón aparente me perdí una vez más, entre caricias y besos.

Claro está que al margen del placer, para mí ese encuentro -ocasional sin duda-  no tendría la mayor relevancia, no pasaría de una aventura sexual, de esas que abundan en la actualidad y que no trascienden más allá de un “revolcón”. ¡Oh sorpresa! Qué equivocado estaba. Aquel siete de enero habría de nacer aquella relación que cambió mi vida, que me hizo reír, pero también me hizo llorar. Que me hizo tocar el cielo, para luego hundirme en el infierno. Que me hizo sentir vivo, pero también me hizo desear jamás volver a despertar del sueño. Que me hizo mejor hombre, aunque antes me obligó a desconocerme.

Tres meses bastaron para comprobar que en el mundo a toda tesis corresponde una antítesis, que la madurez jamás estará dada en función de la edad y que las palabras, sí las palabras, son eso, PALABRAS.

Puebla, Xalapa, los autobuses ADO, una CR-V de Honda, CAXA, la CAPU, y el alcohol como común denominador; fueron los elementos esenciales que encumbraron ese breve pero intenso romance que trastocó lo más recóndito de lo que todos, cuantos hasta entonces me conocían aseguraban, era un duro e impenetrable corazón.

Pero si en realidad, como Mario Benedetti sugiere en “La Tregua”, la felicidad dura apenas unos instantes, estos, yo los viví la tarde-noche del 6 de febrero de 2011, cuando después de una siesta a lado de quien creí sería el amor de mi vida, contemplé cómo el ocaso caía sobre la Angelópolis. Abrazados el uno al otro, desde el techo de aquel edificio de cinco pisos, localizado en la avenida Juan de Palafox y Mendoza, en el primer cuadro de la capital poblana, supe que estaba enamorado y que anhelaba que aquel momento y nosotros, nos quedáramos ahí, para siempre.

A su lado celebré el único 14 de febrero (mercadológico Día del amor y la amistad) que he festejado con alguien; como por instinto, los fines de semana se convirtieron para mí en los días más deseados, los tres días que solíamos pasar juntos eran insuficientes para conocer Puebla y Veracruz.

De repente, aquel domingo 3 de abril todo cambió… Parecía haber sido un fin de semana extraordinario, nadamos por la mañana, juntos preparamos el desayuno para disfrutarlo en el jardín (con Jara y Ollín como invitados), disfrutamos de un par de películas, salimos a comer fuera, pero la noche, sí la noche, inexplicablemente puso fin a esos hasta entonces, casi tres meses de convivencia y momentos gratos.

Ya no hubo nada que decir, las palabras se volvieron pesadas cadenas, un “sé feliz” de mi parte, en la entrada de CAXA, fue la última frase entre nosotros. Sabía que lo mínimo que me merecía era una explicación, la cual llegó, sí, diez días después, por un mensaje de texto que se limitó a confirmar lo que ya era por demás obvio, la relación se había acabado por decisión unilateral.

Una vez que todo terminó aprendí que el amor duele y duele mucho, que las decisiones aunque no nos complazcan se respetan y que los momentos difíciles por duros que sean, son siempre una nueva oportunidad, un renacer, un espacio para reflexionar y seguir hacia adelante, de frente y con determinación.

Fue inevitable caer en una crisis existencial, hundirme en una depresión, llorar y llorar, sufrir y cuestionarme a cada momento el porqué de lo que me sucedía. Castigo divino, karma, envidias, malas vibras fueron algunas de las tontas respuestas que momentáneamente yo mismo me daba. Luego, reparaba en que la vida es un eterno desafío que hay que aprender a sortear.

Al pasar de los días, aquellos que me rodeaban empezaron a ver en mí a un ser totalmente enrarecido, con desánimo por la fiesta, que puso punto final a la vida social, que empezó a aborrecer los clichés y que al paso que iba terminaría por ser un ermitaño. Claro está que quienes sólo se vinculaban a mí por motivos superfluos se quedaron en el camino; mientras que aquellos con quienes mis lazos de afecto son genuinos entendieron que yo atravesaba un proceso de transformación, el cual les fue extraño, pero que en lugar de cuestionar, respetaron y apoyaron.

A tres años de distancia y libre de rencores, sentimientos mal sanos y deseos negativos hacia aquel “mal amor”, puedo afirmar que su paso en mi vida fue fugaz pero definitivo. Y es que me hizo sufrir, sí, pero me despertó del letargo en el que estaba, me hizo retomar las riendas de mi vida, me enseñó a decir no, me llevó a una profunda autoreflexión, me conminó a emprender nuevos proyectos personales, me recordó que antes que nada soy yo; pero sobre todo, me dio una gran lección… soy capaz de amar.

Donde quiera que estés, sabes que en mi corazón siempre tendrás un lugar especial.

sábado, 22 de marzo de 2014

Intentando hacer una autosemblanza

Según las anécdotas pudo no vivir, como sea, segundos más, segundos menos, a las 12:30 horas de un caluroso viernes de mayo, de hace casi 29 años, se aferró a este mundo y decidió quedarse.

Su llegada representó alegría y felicidad para los padres, aún más para las hermanas, quienes siempre anhelaron un “hermanito”. En el seno de una familia humilde pero con mucho cariño aprendió que la vida no es fácil, que las batallas se luchan y que las victorias nadie las regala.

Escéptico, incansable aprendiz y eterno amante de la vida, eso soy yo, sí, yo José Castro, el mismo que escribió estás líneas que ahora lees y que si en algún momento has interactuado conmigo, pues tú mejor que nadie sabrás cómo describir a este “adorable hombre”.

De Estela, mi madre, heredé la determinación y decisión para ser en la vida; de Miguel, mi padre, la galanura, el carácter y por supuesto, el apellido.

Tengo cinco hermanas, yo soy el único varón y el “más chiquito” de la familia. Todas ellas están felizmente casadas, por supuesto, yo no creo en el matrimonio, menos aún en el “amor de pareja”. Cada uno de mis doce sobrinos (tres niñas y nueve cabroncitos) tiene un lugar especial en mi corazón.

Nací en Huaquechula, Puebla, allá viví hasta los 18 años; la necesidad de cursar estudios profesionales me trajo a la capital poblana, la que hoy atesoro como “mi ciudad”. Soy comunicólogo de profesión, periodista por convicción y editor por ironías de la vida, y de la gente…

Contrario a las tendencias, opté por estudiar una segunda licenciatura en lugar de hacer una maestría o una especialidad. En esta segunda vuelta, que me perfila para ser docente de inglés (Licenciatura en la Enseñanza del Inglés) descubrí mi gustó por las lenguas y por compartir con los demás lo que he aprendido a lo largo de mi vida. Por tanto, anhelo ser “profe”.

Creo en Dios, sin fanatismos, él, mi familia y mis amigos son luz de mi existir y de mi andar.

Mi esencia geminiana me hace sociable por excelencia, conozco  e interactúo con mucha gente, pero no tod@s son mis amig@s, yo llamo grandes amig@s” a aquellos extraordinarios seres con quienes no comparto lazos sanguíneos pero que pareciera que sí -saben quiénes son, no necesito enlistarlos-. Para mí no hay mejores amigos, pues esta condición implicaría tener “peores” amigos y tal cosa, sería una estupidez.

Tengo muchas pasiones, variados gustos y una que otra afición; como todo ser humano aquello que me es grato contrasta con cosas desagradables y un par de fobias. Por ejemplo, me apasiona leer, escribir, escuchar y conversar; me gusta adquirir conocimientos nuevos todos los días, viajar y la buena comida; la música, el cine y las redes sociales son tres de mis aficiones.

En contraparte, detesto la injusticia, los abusos y a la gente aprovechada (estoy convencido de que la verdadera justicia es divina y no humana). Las ratas (en el sentido estricto de la palabra) y la gente incapaz me son repugnantes.

Mi principal ambición en la vida, el conocimiento; mi principal aspiración, ser yo; temores, no existen; metas, sí existen y pocos las conocen.

Como podrán ver, ni las grandes riquezas, ni el poder, ni la maldad forman parte de mi ideario, por el contrario sí aspiro a conquistar valores como la humildad, el respeto, la tolerancia y la igualdad… ¿Por qué? Porque esto me hará un hombre ejemplar.

Yo puedo escribir mucho sobre mí mismo, pero prefiero que seas tú quien me ayude a construir esta historia